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Ya no hay duda. Internet es la última revolución. Una revolución que se ha producido de forma totalmente incruenta y que ha llegado hasta el último rincón del planeta de la misma forma a como la primavera llega cada año, sin que nadie sepa como ha sido.

Podrían darse muchas razones que expliquen la fulgurante propagación de este medio y que den las claves para entender lo que es hoy la Red y lo que, seguramente, será mañana. Se puede hablar de la gran influencia que han tenido las tecnologías de conectividad física que se han desarrollado e implantado en todos los países del mundo que hacen cotidiana y hasta banal la interconexión de millones de ordenadores a lo largo de todo el orbe. La simplicidad en el manejo de los programas también a contribuido bastante, colocando delante de los ordenadores incluso a las personas que eran frontalmente reacias a utilizar este tipo de herramienta. Habrá quien sostenga que todo esto no hubiera sido posible de no ser por el brutal abaratamiento de costes en la comunicación que se ha producido. La verdad es que se pueden buscar miles de explicaciones, pero sean cuales sean las causas que quieran dar sociólogos, tecnócratas, analistas de mercado y demás entendidos que tengan algo que decir sobre el asunto, seguramente todos coincidirán en que el gran catalizador de todos los factores que han intervenido en esta revolución digital han sido los estándares.
Los estándares, más cercanos a recomendaciones que a normas impuestas de obligado cumplimiento, han prevalecido sobre los intereses particulares de empresas o gobiernos y han permitido encauzar sensatamente el babel de las comunicaciones informáticas para elevarlas a la categoría de sector estratégico y ser considerado, en determinadas actividades, prácticamente como un servicio básico. Son varios los organismos, con mayor o menor reconocimiento internacional, que se dedican a establecer estas normas en las que los distintos fabricantes se basan para desarrollar sus productos, tanto hardware como software. CITT, ahora ITU-T o IEEE, por ejemplo, son siglas con las que se tropieza a poco que se profundice en el tema de redes y conectividad. Estos organismos son los encargados de perfilar cuáles son las características que han de cumplir los dispositivos para que la comunicación entre dispositivos se produzca.

El problema
Las normas que regulan la conexión física de los dispositivos implicados en la red sólo resuelven el problema en su primer nivel. Una vez establecida la comunicación hay que identificar a los elementos que van a utilizar la conexión, ofreciendo un nombre que sea más cercano al hombre para hacer más amigable esta identificación de cara al usuario, para quien realmente se organizan esas vías de relación. Las personas que utilizan la red son las que tienen que localizar servidores, impresoras, archivos, o servicios y, en este sentido, cada sistema, cada fabricante, tiene completa libertad para establecer la identificación de esos elementos, así como las propiedades que hay que definirle para que queden registrados y disponibles en su red, con la única cortapisa de que sea una identidad exclusiva, lógicamente. Interesa, eso sí, que sigan las recomendaciones de estos organismos para mantener cierta "compatibilidad" entre ellos. Dentro de una empresa, se tratará de homogeneizar los sistemas, las estrategias de nombres y la forma de acceder a los elementos disponibles, pero con la llegada de Internet y la promiscuidad de las conexiones que implica, la uniformidad de los sistemas desaparece y la exclusividad de los nombres peligra.
Para organizar Internet, evitando duplicaciones en las identidades de los ordenadores conectados a la Red, surgió el IANA (Internet Addresing and Number Assignement) y otros organismos con la misión de encargarse de la asignación de las direcciones IP y el Sistema de Nombres de Dominio (DNS) para marcar un orden en el nombre con el que cada entidad se da a conocer de cara al exterior. Estos organismos marcan un orden para evitar conflictos entre entidades pero es responsabilidad de cada corporación la asignación de nombres dentro del dominio que tiene registrado, disponiendo de completa libertad de establecer las normas que crea más conveniente para la nomenclatura en su red.
La función de los organismos rectores de Internet supone más un arbitraje que una norma de conexión. Las posibilidades de intercambiar información de los elementos entre distintos sistemas, incluso de distintos fabricantes, no queda resuelta y puede ser un verdadero quebradero de cabeza para cualquier administrador que quiera facilitar a sus usuarios su relación con otras entidades. Poder consultar nombres de servidores para obtener servicios o ficheros, disponer de información sobre teléfonos y cargos de usuarios para una relación más efectiva entre las empresas, o en la misma empresa, en muchas ocasiones sólo se consigue recurriendo a programas de bases de datos que mantengan la información que se considera útil y pertinente, teniendo que planificar, además, el acceso y mantenimiento de esos datos. Mantener la información de la red dentro del propio sistema de red y mantener la misma información con otras herramientas para su utilización por parte de los usuarios, se antoja una labor tediosa y dudosamente efectiva, a la que hay que dedicar, aunque sea mínimamente, unos recursos, humanos y materiales.

La solución
Para resolver esta situación se hace imprescindible una plataforma común entre sistemas que unifique la forma de identificar elementos y facilite su mantenimiento, publicación e intercambio. Esta necesidad manifiesta en las comunicaciones informáticas fue el punto de partida de los trabajos de la Universidad de Michigan para desarrollar una base "universal" en la que pudieran registrarse todos los elementos que se conectaran a la red. La síntesis de esos trabajos son lo que se conoce como especificaciones X.500.
Las especificaciones X.500 son, en realidad, un conjunto de recomendaciones que se agrupan bajo este nombre. X.500, X.501, X.511, X.519, X.520 y X.521, son las normas encaminadas a regir el desarrollo de un servicio que facilite la comunicación entre entidades software y personas, permitiendo la búsqueda de elementos basándose en la coincidencia de unos atributos. Además de estas facilidades para la comunicación, este tipo de servicio también está tomando cierto auge en la actualidad por las posibilidades que ofrece como depósito de los certificados que son empleados para enlaces y transacciones seguras.
Este servicio, según lo definen estas especificaciones, se apoya en una base de datos distribuida y consta de varios elementos. Por una parte, se encuentra la Base de Información del Directorio (BID), donde reside la información relevante de los elementos de la red, usuarios, máquinas o programas. Por otra, están los Agentes del Sistema de Directorio (ASD), que es el programa que se encarga de mantener la parte de la BID distribuida. Y, por último, Agentes de Usuario para Directorio (AUD), que son los programas que permiten comunicarse con el Directorio. Con estos elementos, si un usuario o aplicación quiere obtener alguna información sobre las propiedades definidas de otro elemento registrado en la BID, debe utilizar un AUD, que se encarga de traducir la petición al Directorio utilizando el protocolo DAP (Directory Access Protocol). Como el Directorio es distribuido, objetivo que se consigue mediante los ASD, cua

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